FAMILIA Y EDUCACIÓN EN VALORES
Autor:
Pedro ORTEGA RUIZ
Ramón MINGUEZ VALLEJOS
Universidad de Murcia
Facultad de
Educación
Departamento de Teoría e Historia de la Educación
Campus
Universitario de Espinardo. Murcia
E-mail: portega@um.es - rminguez@um.es
Hace sólo unas décadas se confiaba, ingenuamente, en el poder
configurador del sistema educativo formal capaz de ofrecer experiencias
suficientemente ricas para hacer posible en los educandos la apropiación de valores y el desarrollo de una personalidad integrada. Todavía hoy se sigue
confiando en que la escuela resuelva los problemas que la sociedad actual está
generando. Drogas, violencia, consumismo, contaminación ambiental, etc.
constituyen nuevas exigencias o contenidos curriculares que deben incorporarse a
los programas escolares en el convencimiento de que la institución escolar es el
marco idóneo, cuando no suficiente, para abordar estos problemas. Tal pretensión
empieza a ser desmentida por los hechos. Las actitudes y creencias que apoyan
las conductas dependen más del clima social y familiar que de la actuación del
medio escolar. Este actúa como refuerzo o elemento corrector de las influencias
permanentes que el niño recibe en el medio socio-familiar, pero en ningún caso
lo sustituye adecuadamente. Ambas instituciones se entienden como necesariamente
complementarias e indispensables en el proceso de adaptación social y
construcción de la personalidad del niño. Ni siquiera en los llamados aprendizajes cognitivos, que podrían entenderse como de exclusiva competencia de
la escuela, ésta es autosuficiente. Hoy ya nadie duda que el mundo de los
saberes o conocimientos que los alumnos deben adquirir en la sociedad de la
información desborda ampliamente los límites estrechos del recinto escolar. No
es tanto la información que la escuela transmite lo que ahora se valora, sino su
función facilitadora y orientadora en la búsqueda de información y en el uso que
se hace de la misma. “... la escuela basada únicamente en la transmisión de la
información ha perdido toda su razón de ser. Hay más información de la que
podemos soportar. Ya no hay un lugar y una edad para el aprendizaje. Entramos en
la sociedad del aprendizaje y en la vida del aprendizaje” (Rodríguez Neira,
2000, 17).
Si atendemos a los valores como patrones de conducta, no se puede
olvidar que los niños que van a nuestras escuelas vienen ya equipados con unos
determinados valores (y antivalores) a través de los cuales filtran las
inevitables propuestas valorativas que la escuela a diario realiza. Ninguna de
ellas dejará de estar interpretada por el modo de pensar y vivir de la propia familia (Beltrán, 2001). Las actitudes y creencias, los valores y antivalores
están en la base de aquello que el niño piensa y hace. Y los valores y
antivalores del niño conectan directamente con el medio socio-familiar. “ (de la
familia) depende la fijación de las aspiraciones, valores y motivaciones de los
individuos y en que, por otra parte, resulta responsable en gran medida de su
estabilidad emocional, tanto en la infancia como en la vida adulta” (Flaquer,
1998, 36). Esto obliga a pensar en la institución escolar de “otra manera”, a
modificar su estructura tradicional y a revisar en profundidad las propuestas
escolares en el ámbito de los valores. Constituye un error seguir haciendo
propuestas educativas para la resolución de los conflictos (violencia) en la
escuela marginando a la familia (Ortega, 1997; Cerezo, 2001), cuando el
conflicto en las aulas tiene un origen socio-familiar (Ortega, Mínguez y Saura,
2003). El tratamiento que los especialistas (pedagogos y psicólogos) están dando
al tema tan actual de los conflictos y la violencia en la escuela pone de
manifiesto la insuficiencia de la institución escolar para la integración de
determinados alumnos en la vida de la escuela. Todos vienen a incidir en la
ineludible participación de la familia en cualquier programa de intervención, si
se quiere abordar con algunas garantías de éxito dicho problema, aunque no
siempre las propuestas sean coherentes con los propósitos enunciados. “Si
tenemos en cuenta que la parte del entorno que es más significativa para el niño
durante los primeros años de vida es la familia, y especialmente los padres,
podemos pensar que las conductas agresivas se generan en el ambiente familiar;
es más, que los padres enseñan a sus hijos a ser agresivos quizás de manera no
premeditada" (Cerezo, 1999, 57). Lo que ya nadie duda es que los modelos de
conducta que ofrecen los padres, los refuerzos que proporcionan a la conducta de
sus hijos facilitan el aprendizaje de conductas violentas o respetuosas con los
demás. “La carencia de estructuras que sirvan de marco de referencia para el
niño; las prácticas de disciplina inconsistentes; el refuerzo positivo a la
respuesta violenta; el empleo de castigos físicos y psíquicos; la carencia de
control por parte de los padres y la historia familiar de conductas antisociales explican suficientemente el comportamiento antisocial, a veces violento, de los
niños en el centro escolar” (Ortega, Mínguez y Saura, 2003, 41). Son abundantes
los estudios sobre la influencia de la familia en la construcción de la
personalidad del niño y de su comportamiento (Krevans y Gibbs, 1996; Eisenberg,
Fabes y Murphy, 1996; Kochanska, 1997). La seguridad afectiva, indispensable
para la formación de una personalidad sana, está estrechamente vinculada al
apoyo emocional sensible recibido del entorno familiar (Berkowitz, 1996;
Flaquer, 1998). Estudios recientes (Castro, Adonis y Rodríguez, 2001) vinculan
la actitud violenta de los hijos con la ausencia de las figuras paterna y
materna y la educación familiar. Y avanzan resultados: 1) Hay cierta evidencia
acerca de la vinculación entre el estilo laissez faire con el hecho de
que los padres trabajen; 2) el estilo laissez faire es el que más interés
produce en los adolescentes por manifestarse como violentos y agresivos; 3) la
influencia de los estilos educativos repercute de manera diferente en el interés
de los/as adolescentes por manifestarse como violentos y agresivos; 4) la
influencia de las figuras paterna y materna es desigual, siendo más decisiva la
influencia materna. Barudy (1998) describe las consecuencias en el
comportamiento de los niños que sufren graves carencias en el trato con sus
padres, o son abandonados por estos: trastornos del apego, aislamiento social, autoestima baja, dependencia y desconfianza social, comportamientos agresivos,
tristeza y ansiedad crónicas, depresion, etc. A la abundancia de estudios en el
ámbito de la psicología, sociología y el derecho sobre la realidad familiar,
producida en las últimas décadas, no le ha acompañado análoga preocupación en el
ámbito de la pedagogía. Para ésta, la educación familiar sigue siendo todavía,
en nuestro país, un ámbito insuficientemente tratado, aun reconociendo la
influencia de la familia en el proceso de socialización del niño, en el
aprendizaje de actitudes, valores y patrones de conducta. No hemos logrado aún
despojarnos de viejos estigmas que durante décadas han acompañado a la educación
familiar. Esta sigue disfrutando, entre nosotros, de un “status” menor, aunque
reconozcamos, basados en el conocimiento de la propia experiencia, que “la
organización familiar deja una huella impresa que acompañará a los seres humanos
durante toda su vida. Las primeras experiencias son como surcos que se abren en
la mente de quien las recibe. Después aparecen otras. Y la vida se hará
compleja, armónica o disarmónica, integrada o desorganizada, placentera o
traumática, pero en el fondo, a veces oculto, a veces patente, quedarán las
vivencias iniciales como patrimonio de la propia personalidad” (Rodríguez Neira,
2003, 21).
La familia es el habitat natural para la apropiación de los
valores. Hacer esta afirmación tan rotunda puede parecer que atribuimos un poder
taumatúrgico a la institución familiar, un carácter casi sagrado. No es esa
nuestra intención. Aunque atribuyamos a la familia una función acogedora en
tanto que centro de alivio de tensiones, ofreciendo a todos sus miembros un
clima sereno, hecho de sosiego, tranquilidad y seguridad que sirve de
contrapunto a las tensiones propias de la vida y de la sociedad moderna en que
vive (Beltrán y Pérez, 2000), reconocemos, también, que la familia no es la
única agencia educativa, y menos aún socializadora en la sociedad actual, ni
creemos que sea correcto establecer separación o contraposición alguna entre
familia y sociedad. La familia refleja las contradicciones sociales de la
sociedad actual, y como esta aparece inmersa en un mar de cambios profundos que
afectan de un modo desigual a los padres y a los hijos. Depende de la sociedad
tanto en su configuración como en sus propósitos. No cabe duda de que el avance
experimentado en la sociedad occidental en la defensa y ejercicio de las
libertades, la tutela jurídica sobre las minorías étnicas y culturales, la
extensión de la educación a toda la población, la implantación progresiva de una
cultura de la tolerancia y la mayor conciencia del deber ciudadano de participar
en los asuntos públicos constituyen muestras y marcos para una educación social
del ciudadano de hoy. Actualmente se está produciendo un vigoroso y prometedor
discurso sobre la “urban education” que rompe los moldes de una educación
encerrada en los muros de los centros escolares. Pero junto a estas realidades
es evidente, también, que los medios de comunicación ejercen un poder casi
omnímodo en la configuración de los modos de pensar y vivir, dejando poco
espacio libre que escape a su control. Un examen atento a la realidad social de
nuestro tiempo nos puede llevar a pensar que asistimos a una gran representación
teatral en la que los auténticos actores no están en el escenario, sino detrás
del telón, en la trastienda. Las grandes decisiones políticas, económicas y
sociales no se toman por y para los directamente afectados. Otros les “ahorran”
el trabajo y el riesgo de pensar y equivocarse. Por otra parte, se detecta la
presencia cada vez más activa de los nuevos movimientos sociales que están
haciendo posible una mayor atención a los aspectos culturales y a la calidad de
vida de los ciudadanos; están facilitando la conquista de mayores oportunidades
para participar en las decisiones que afectan a la vida de cada uno, dando un
mayor protagonismo a los grupos sociales de autoayuda y a formas cooperativas de
organización social, denuncian la instrumentación del poder y exigen un reparto
equitativo de los bienes (Dalton y otros, 1992). No es, por tanto, la familia la
única agencia educativa, aunque sí sea la más importante como fuente de
identificación emocional. “A medida que se ve privada de entidad como
institución, más la valoramos. Uno de los principios que rigen la ciencia
económica es que lo que valoramos es justamente la escasez y no la abundancia.
En el plano de los afectos sucede exactamente lo mismo. Si en los años sesenta
la familia sobraba, ahora falta” (Flaquer, 1998, 199). Y es, además, la más
influyente en el aprendizaje de valores, de patrones valiosos de conducta y,
también, su marco más adecuado. Cuando éste fracasa o no se da, resulta muy
difícil la suplencia.
La abundante bibliografía producida a raíz de la LOGSE ha incidido
en el papel de la escuela en la enseñanza de los valores como marco adecuado (¿y
suficiente?) y ha puesto aún más de relieve la profunda disociación existente
entre la familia y la escuela. Es difícil encontrar alguna referencia a su
carácter complementario y limitado que demanda y exige la vinculación a una
experiencia del valor en el ámbito de la familia. Es decir, el valor se aprende
si éste está unido a la experiencia del mismo, o más exactamente, si es
experiencia. No se puede aprender el valor de la tolerancia y la
solidaridad si no se tienen experiencias de esos valores, es decir, de modelos
de conducta tolerante. No se aprende el valor porque se tenga una idea precisa
del mismo. No es la claridad cartesiana de los conceptos la razón suficiente que
mueve y hace posible el aprendizaje de los valores, sino el hecho de su
traducción en la experiencia. Y sólo cuando el valor es puesto en práctica por
el propio educando, cuando tiene experiencia de su realización personal, puede
decirse que se da un aprendizaje o apropiación del valor (Ortega y Mínguez,
2001). No enseñamos los valores porque hablemos de ellos, sino porque ofrezcamos
experiencias de los mismos.
Los humanos nacemos con abundantes carencias y con casi todo por
aprender. Actitudes, valores y habitos de comportamiento constituyen el
aprendizaje imprescindible para “ejercer” de humanos. Nadie nace educado,
preparado para vivir en una sociedad de humanos. Pero el aprendizaje del valor
es de naturaleza distinta al de los conocimientos y saberes. Exige la referencia
inmediata a un modelo. Es decir, la experiencia suficientemente estructurada,
coherente y continuada que permita la “exposición” de un modelo de conducta no
contradictoria o fragmentada. Y esto es difícil encontrarlo fuera de la familia.
Es verdad que no existen experiencias, tampoco en la familia, que no presenten,
junto a aspectos positivos, otros claramente rechazables. Pero, a pesar de los
contravalores o experiencias negativas, en la familia se puede identificar la
línea básica, la trayectoria vital que permite valorar y reconocer en ellas la
existencia y estilo personal de la vida de un individuo. Junto a conductas no
deseables, la estructura familiar ofrece la posibilidad de contrastarlas con
otras valiosas, valorarlas, dar explicaciones de ellas. Y permite, sobre todo,
una experiencia continuada del valor. La enseñanza del valor no se identifica
con el aprendizaje de conceptos o ideas. Se hace a través de la experiencia, y
ésta debe ser continuada en el tiempo. Quiere ello decir que una experiencia
aislada, puntual no da lugar, ni es soporte suficiente para un cambio cognitivo,
ni para la adhesión afectiva y compromiso con el valor. Es el conjunto de las
experiencias valiosas las que van moldeando el pensamiento y el sentimiento del
educando, encontrando en las relaciones afectivas con el modelo la comprensión
del valor y el apoyo necesario para su adhesión. Y en esto, el medio familiar
ofrece más posibilidades que el marco más heterogéneo de la escuela y , por
supuesto, de la misma sociedad donde conviven o coexisten distintos sistemas de
valoración y experiencias muy distintas de valores y antivalores. “La escuela es
una institución más que interviene en la esfera de la educación moral. Y
mientras que en el ámbito del saber existe una amplia tradición y una lógica
disciplinar que otorga coherencia a la acción educativa, en la esfera de la
formación moral hay un bagaje mucho más reducido y una menor influencia en
comparación con otros entornos sociales” (Marchesi, 2000,
178).
En el aprendizaje del valor se hace necesario algo más: el clima de
afecto, de aceptación y comprensión que envuelven las relaciones de educador y
educando. La apropiación del valor no es fruto de una simple operación de
cálculo, interviene, en gran medida, la mediación del modelo que hace atractivo,
sugerente un valor. Este aparece estrechamente vinculado a la experiencia del
modelo, y su aprendizaje depende tanto de la “bondad” de la experiencia cuanto
de la aceptación-rechazo que produce en el educando la persona misma del modelo
(Ortega y Mínguez, 2001). Si en el aprendizaje de conocimientos, el
establecimiento de un clima positivo en las relaciones profesor-alumno, se
muestra claramente influyente, en el aprendizaje de los valores se hace
indispensable. Estos se aprenden, diríamos, por ósmosis, por impregnación. Y no
basta con acudir a la experiencia de otros modelos ajenos a la familia o a la
escuela. El educando (niño-adolescente) tiende a identificar la experiencia de
un valor con el modelo más cercano: padres, profesores y personas significativas
de su entorno. Queremos decir que la propuesta de un valor, para ser eficaz,
debe hacerse en un contexto de relación positiva, de aceptación mutua, de afecto
y “complicidad” entre educador y educando, porque el valor que se propone, desde
la experiencia del modelo, forma parte de la trayectoria y estilo de vida de
éste. El niño-adolescente no aprende una conducta valiosa independientemente de
la persona que la realiza. Se sentirá más atraído por ésta si la ve asociada a
una persona a la que, de alguna manera, se siente afectivamente ligado. En la
apropiación del valor hay siempre un componente de pasión, de amor. Por ello, el
inicio de la educación en valores debe producirse en el entorno socio-familiar
en que vive el niño. Llevar esto a cabo implica rescatar el caracter vulgar,
cotidiano del valor y hacer del medio familiar el marco habitual, “natural”, no
único, de la enseñanza del valor, asumiendo el riesgo de acercarse a una
realidad contradictoria en la que conviven valores y antivalores como es el
ámbito familiar. Pero con ello estaremos siempre ante modelos de carne y hueso,
al alcance de todos, es decir, imitables.
3. LA PEDAGOGÍA DE LOS VALORES EN EL ÁMBITO
FAMILIAR
Antes se ha dicho que la enseñanza de los valores está asociada a
la experiencia de los mismos. Se trata, por tanto, de ofrecer a los hijos
ambientes o climas en los que puedan tener habitualmente experiencias del valor;
y que sea la realidad cotidiana de la vida familiar la que se convierta en
referente principal, no exclusivo, de los valores para los hijos. Sería
atrevido, por nuestra parte, hacer aquí un elenco de aquellos valores que hoy
deberían proponer los padres a sus hijos. Además de atrevido, no sería tampoco
pertinente. Cada familia escoge para sí y sus hijos los valores que considera
más coherentes o prioritarios con una determinada concepción del hombre y del
mundo. Y en una sociedad tan compleja y plural como la nuestra los sistemas de
valores son también muy diversos. Nos limitamos, por tanto, a exponer las que
consideramos “condiciones ambientales” para la enseñanza y aprendizaje de los
valores en el ámbito familiar.
La familia no es un sistema autartico, impermeable a las
influencias del entorno. Los cambios sociales, políticos, económicos e
ideológicos han modificado profundamente el estilo educativo de la familia en
nuestro país. Nada es igual en las prácticas y orientaciones educativas de hoy
tras la aprobación de la Constitución de 1978. Un régimen democrático de
libertades ha transformado la vida de los individuos, los grupos e
instituciones, penetrando en todas las áreas y manifestaciones de la vida social
y originando una nueva forma de entender la persona y la vida. A estos cambios
no ha escapado, obviamente, la familia. Debe aprender a ejercer nuevos papeles,
nuevas funciones o, al menos, a ejercer de forma distinta las que ya venía
realizando. Ello exige, en primer lugar, vencer la resistencia al cambio, la
fijación a un pasado que ya no sirve como modelo válido para una realidad del
todo distinta. Y, en segundo lugar, preparar a los padres para ejercer nuevas
competencias que consideramos son la “puerta de entrada” al aprendizaje de los
valores en el ámbito de la familia. En concreto, dentro de las “condiciones
ambientales” para la enseñanza y aprendizaje de los valores destacamos la
función de acogida y el clima moral y de diálogo.
3. 1. La función de
acogida
La sociedad tecno-científica ha propiciado la creación de una
imagen de la persona eficaz, competitiva que ha penetrado profundamente en las
estructuras sociales y ha configurado todo un estilo de vida. Se constata un
debilitamiento de las tradiciones comunes que en tiempos pasados ofrecían
valores compartidos de referencia en los que todos, de alguna manera, podían
participar. El problema de fondo es que al desaparecer esas creencias
universales compartidas resulta muy difícil encontrar una nueva base general de
orientación que constituya el punto de encuentro en la construcción de la
sociedad. No sólo a nivel social, también el individuo concreto ha quedado
huérfano de modelos próximos de socialización. Si algo caracteriza al momento
actual es la pérdida de capacidad de las instituciones tradicionales para la
transmisión de valores y pautas de comportamientos deseables, empujadas cada vez
más al recinto de lo privado y a competir con otras agencias en la propuesta de
modelos de vida. La crisis, se admite, afecta a todas las estructuras de acogida
(familia, comunidad, sociedad) e incide en todas las relaciones fundamentales
que los habitantes de nuestro espacio cultural mantienen con la naturaleza y
entre sí (Duch, 1997). Asistimos a una indudable crisis de vínculos, de
ataduras, es decir, de lazos culturales profundos, de sentimientos de filiación
social; vacío que genera un sentimiento de anomía enfermiza cuya expresión más
inmediata es el incontenible deseo de recrear un sentimiento de pertenencia
grupal (Dahrendorf, 1993). Resulta bastante evidente que nos encontramos metidos
de lleno en “tierra de nadie”: los antiguos criterios han perdido su originaria
capacidad orientativa, y los nuevos aún no se han acreditado con fuerza
suficiente para proporcionar a los individuos y grupos sociales orientación y
colocación en el entramado social. En este contexto, la familia desempeña,
todavía, una función esencial: ser una institución o estructura de acogida.
“Cuando nace, el hombre es un ser completamente desorientado, sin puntos de
referencia fiables... Su paso por los caminos del mundo dependerá de manera
importantísima de la acogida que experimente, de la orientación que se le
proporcione, de la competencia gramatical que llegue a adquirir por mediación de
los procesos pedagógicos en los que deberá integrarse” (Duch, 1997,
15-16).
La familia, como estructura de acogida, ha sido determinante para
el desarrollo del ser humano en todas las etapas que ha recorrido la historia de
la humanidad. Desde una perspectiva sociológica, la familia facilita la
integración de los individuos en el sistema social. Es el vehículo privilegiado
a través del cual el individuo se convierte en miembro de una sociedad. Sus
actitudes, valores, patrones de conducta, aspiraciones cómo percibe a los demás
y a sí mismo, van a estar condicionados por la familia. De ahí que la familia
constituya el contexto o nicho más apropiado, en cuyo interior, cada nuevo
individuo comienza a construir su identidad personal, el modo concreto de ser
humano y vivir en sociedad. Ello exige un clima de afecto e interés por todo lo
que rodea al niño, no sólo por su persona; y explica, además, que sea el
intercambio de afecto y de apoyo, de confianza y comunicación, de cariño y
respeto mutuos, en definitiva, el ambiente o clima emocional que se construye en
el ámbito de la familia los objetivos básicos en la vida de las familias
españolas (Pérez-Díaz y otros, 2000). Es cierto que los padres observan, a
veces, el crecimiento de sus hijos como espectadores de algo natural e
inevitable, de algo que no pueden predecir ni controlar. Y esta incertidumbre de
un proyecto, que no es el “suyo”, les puede ayudar a no intentar hacer una
réplica o calco de sus vidas en la vida de sus hijos. La acogida del otro,
también la del hijo, no es reproducirse en el hijo, sino hacer lo posible para
que el otro sea él mismo, reconocerlo en su alteridad irrenunciable.
La acogida en la familia significa para el niño
sentirse protegido por el amor y el cuidado de sus padres. Significa
apoyo, ternura, confianza; sentir cercana la presencia de los padres que se hace
dirección, guía, acompañamiento. Significa seguridad, sentirse invulnerable. “Es
en el nido familiar, cuando este funciona con la debida eficacia, donde uno
paladea por primera y quizá última vez la sensación reconfortante de esta
invulnerabilidad. Por eso los niños felices nunca se restablecen totalmente de
su infancia y aspiran durante el resto de su vida a recobrar como sea su fugaz
divinidad originaria. Aunque no lo logren ya jamás de modo perfecto, ese impulso
inicial les infunde una confianza en el vínculo humano que ninguna desgracia
futura puede completamente borrar” (Savater, 1997, 57). Educar es básicamente
acoger, facilitar un espacio y un clima de afecto, cuidado y seguridad
que permita vivir la aventura de la construcción de la propia vida. Es
hacerse presente, desde experiencias valiosas, en la vida de los
hijos como alguien en quien se puede confiar. En la acogida el niño empieza a
tener la experiencia de la comprensión, del afecto y del amor, del respeto hacia
la totalidad de lo que es, experiencia que puede ver plasmada en los demás
miembros de la familia porque ellos también son acogidos. En adelante, el
aprendizaje de la tolerancia y el respeto a la persona del otro lo asociarán con
la experiencia de ser ellos mismos acogidos, y no sólo en lo que la tolerancia
tiene de respeto a las ideas y creencias de los demás, sino de aceptación de la
persona concreta del otro. La acogida es reconocimiento de la radical alteridad
del otro, de su dignidad; es salir de uno mismo para reconocerse en el otro; es
donación y entrega. Es negarse a repetirse, clonarse en el otro, para que el
otro tenga su propia identidad. “Entre el padre y el hijo, como entre el
educador y el educando o el maestro y el discípulo, constituyen formas de
relación que se fundan en la discontinuidad del quién” (Bárcena, 2002,
513). Y, a su vez, es también responsabilidad, compromiso, hacerse cargo del
otro. Desde la cercanía a los hijos, desde la presencia en la vida de los
hijos la convivencia con ellos, la acogida, se experimenta más como “un estilo
de vida” que como un modo de “hacer cosas” con ellos. Se ve más como una
experiencia en la que todos se ven implicados que como una tarea que va
en una única dirección.
En esta experiencia primigenia el hijo empieza su largo aprendizaje
de la acogida. No es congruente esperar que los niños sean tolerantes y
acogedores para con los otros, si previamente no han tenido la experiencia de
ser acogidos, y no han aprendido a acoger en la vida cotidiana del ámbito
familiar. Y acoger al otro no por sus ideas y creencias, sino por lo que
es. Más allá de cualquier razón argumentativa, el otro se nos impone
por la dignidad de su persona. No son las ideas y las creencias en sí mismas
las que constituyen el objeto de la acogida, sino la persona concreta que vive
aquí y ahora, y exige ser reconocida como tal. Entender esto así supone
hacer recaer en la aceptación y acogida del otro toda la acción educativa. La
experiencia de la acogida en el seno de la familia, en una sociedad tan
fuertemente "desvinculada" como la nuestra, puede constituir un muro sólido
contra la intolerancia y el racismo. Sólo la acogida del otro, desde el
reconocimiento de su irrenunciable alteridad, nos puede librar de toda tentación
totalitaria. Pero acoger, aceptar y respetar al otro también se aprende. Es
fruto de una larga experiencia de acogida, y en esto la familia es
indispensable.
La acogida se hace a la persona total del otro, con su realidad
presente y sus proyectos. Pero la acogida, a la vez que es donación y entrega,
es también responsabilidad. “El recién nacido, escribe Manen (1998, 153),
descentra el mundo de la mujer y del hombre a un mundo de madre o padre y, por
consiguiente, la mujer se convierte en madre y el hombre en padre.
Algunos tienen más dificultad que otros para aceptar la responsabilidad de hacer
sitio en sus vidas para los niños. Pero más pronto o más tarde el nuevo padre o
madre experimentan el nacimiento del niño como una llamada. El recién nacido,
desde su vulnerabilidad, pide que le cuiden. Y la experiencia de esta llamada me
convierte de mujer en madre y de hombre en padre. Ahora debo actuar en armonía
solícita hacia el otro, para el otro”. La relación padre/madre-hijo comienza con
una respuesta a la demanda del otro. Su presencia es llamada, apelación,
exigencia de cuidados para que el otro “llegue a ser” otro, no la réplica de
nadie. Esta nueva relación provoca una actividad, un aprendizaje que implica a
todos los miembros de la familia en una experiencia singular. Por una parte, el
padre y la madre aprenden a actuar como tales y, por otra, el hijo actúa como
aprendiz de lo humano. Se trata, por tanto, de un acontecimiento educativo que
va más allá de lo que habitualmente se ha considerado como enseñanza y
aprendizaje. La familia se ocupa de “otro modo de enseñar y de aprender”. En
cuanto estructura de acogida, la familia es lugar “natural” donde se concretan
los modos cotidianos de vida, es decir, donde surgen formas muy variadas de
transmisión y en el que se aprende conjuntamente (padres e hijos) a desvelar los
problemas y a buscar posibles modos de resolverlos. En una sociedad tan
"anónima" como la nuestra, en la que los vínculos de integración a marcos
estables de convivencia se han debilitado, la familia es, quizás, el último
reducto o espacio que queda al hombre de hoy para ser reconocido y
acogido como tal.
Y entonces, ¿qué enseñar en la familia? No es fácil responder a
esta pregunta porque no estamos ante un solo modelo de familia: hay muchas
familias con distintas concepciones sobre lo que significa la realización
humana, en qué y cómo; por tanto, muchas formas de entender y “hacer” la
educación de los hijos. Por otra parte, no nos sentimos cómodos con el término
“enseñar” cuando nos referimos al ámbito de la familia; ni consideramos
pertinente hacer un elenco de valores que deberían ser enseñados en la familia.
Sí vemos necesario identificar “condiciones ambientales” imprescindibles para la
educación de los hijos, cualquiera que sea el sistema de valores en el que la
familia se apoye. Junto a la acogida, es necesario crear en la familia un clima
moral (de responsabilidad) y de diálogo en el que los valores de tolerancia,
justicia, solidaridad, etc. vayan tomando cuerpo. Los valores morales no se
enseñan ni se aprenden porque se “hable” de ellos, sino porque se
practican, porque se hacen experiencia.
Creemos que el término “enseñar” cuando se habla de educación
familiar no es el más adecuado, tiene evidentes connotaciones académicas. Se
enseñan matemáticas, lengua, historia y geografía. Y entonces se transmiten
saberes o conocimientos. Pero cuando hablamos de educar nos referimos a “otra
cosa”. Y esta distinción no es una cuestión sólo de términos, afecta, por el
contrario, al núcleo mismo del discurso sobre educación familiar. Educar no es
sólo enseñar, y enseñar bien. En el núcleo del acto educativo hay siempre un
componente ético, una relación ética que liga a educador y educando y que
se traduce en una actitud de acogida y de compromiso, en una conducta
moral de hacerse cargo del otro. Es esta relación ética,
responsable la que define y constituye como tal a la acción educativa. Sin
este componente ético estaríamos hablando de otra cosa, no precisamente de
educación. En la relación educativa el primer movimiento que se da es el
de la acogida, de la aceptación de la persona del otro en su realidad
concreta, no del individuo en abstracto; es el reconocimiento del otro como
alguien, valorado en su dignidad de persona y no sólo el aprendiz de
conocimientos y competencias. Educar exige, en primer lugar, salir de sí
mismo para acoger, “es hacerlo desde el otro lado, cruzando la
frontera” (Bárcena y Mèlich, 2003, 210); es ver el mundo desde la experiencia
del otro, hacer que el otro tenga la primacía y no sea sólo el otro lado o parte
de una acción puramente informativa. Y en segundo lugar, exige la respuesta
responsable a la presencia del otro. En una palabra, hacerse cargo del
otro, asumir la responsabilidad de ayudar al nacimiento de una “nueva
realidad”, a través de la cual el mundo se renueva sin cesar (Arendt, 1996). Si
la acogida y el reconocimiento son indispensables para que el recién nacido vaya
adquiriendo una fisonomía auténticamente humana (Duch, 2002), la acogida y el
hacerse cargo del otro es una condición indispensable para que podamos hablar de
educación. Parece, por tanto, que cuando hablamos de educación hacemos
referencia a un acto de amor de alguien que ayuda a la existencia de una
nueva criatura (Arendt, 1996), original en su modo de existir, no a la
clonación o repetición de modelos preestablecidos que han de ser miméticamente
reproducidos; hablamos de alguien que asume la responsabilidad de hacerse cargo
del otro, que no se busca a sí mismo ni pretende prolongarse en el otro. Educar,
entonces, ya no es sólo transmitir, enseñar el patrimonio de cultura a las
jóvenes generaciones, sino ayudar al nacimiento de algo nuevo, singular,
a la vez que continuación de una tradición que ha de ser necesariamente
reinterpretada; “es una pasión con sus propios dolores y placeres” (Manen, 1998,
87). Y en esta función de acogida y reconocimiento del otro, de hacerse cargo
del otro, de dirección y protección la familia ocupa un puesto privilegiado e
insustituible. Este aspecto de cuidado y protección, inherente al concepto de
educación, no ha sido suficientemente atendido y entendido, hasta ahora. Manen
(1998, 54) se hace eco de ello: “... hay que conferir a la noción de pedagogía
un significado que todavía merece que le prestemos atención. La idea original
griega de la pedagogía lleva asociado el significado de dirigir en el
sentido de acompañar, de tal forma que proporcione dirección y cuidado a la vida
del niño”.
3. 2. Clima moral
No es nuestra intención introducir un discurso moralizante de la
vida familiar con un listado exhaustivo, y siempre incompleto, de los deberes de
los padres en la educación de los hijos; no pretendemos regular inútilmente toda
la vida familiar. Regular, controlar, en alguna medida, la vida de los hijos
puede significar ejercer un determinado tipo de protección y cuidado sobre
ellos, una manera de hacernos presentes en su vida. Pero orientar las relaciones
padres-hijos, fundamentadas en el espíritu de la disciplina y el orden, o en el
cumplimiento rígido de las normas puede significar la prolongación de la minoría
de edad de los hijos e impedir que vayan asumiendo progresivamente mayores
niveles de responsabilidad. Aquí hablamos de “otra moral”, la que nos hace
responsables de los otros y de los asuntos que nos conciernen como
miembros de una comunidad, empezando por la propia familia. Lamentablemente, no
es este un discurso frecuente en la educación familiar, tampoco en el ámbito de
la ética y de la política. “Pese a la importancia que tiene en la formación
ética y social de la persona aprender a responder de lo que uno hace o deja de
hacer, la llamada a la responsabilidad ha estado ausente del discurso ético y
político de los últimos tiempos. La ética hace tiempo que está más centrada en
los derechos que en los deberes” (Camps y Giner, 1998, 138). Interiorizar la
relación de dependencia o responsabilidad para con los otros, aun con los
desconocidos, significa descubrir que vivir no es un asunto privado, sino que
tiene unas repercusiones inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad, pues
no hemos elegido vivir con los que piensan igual que nosotros o viven como
nosotros. Por el contrario, hemos venido a una sociedad muy heterogénea con
múltiples opciones en las formas de pensar y vivir. Ello implica tener que
aprender a convivir con otras personas de diferentes ideologías, creencias y
estilos de vida. Vivir con los otros genera una responsabilidad. O
lo que es lo mismo, nadie me puede ser indiferente, y menos el que está junto a
mí. Mi conducta no empieza y acaba en mí en cuanto a sus consecuencias. Junto a
mí hay otros a quienes mi conducta u omisión pueden afectar y me pueden pedir
explicaciones. Frente al otro he adquirido una responsabilidad de la que
no me puedo desprender, de la que debo dar cuenta. El otro, cualquier otro
siempre está presente como parte afectada por mi conducta en la que el otro se
pueda ver afectado, sin más argumento que su dignidad de persona. No puedo
abdicar de mi responsabilidad hacia él. “El rostro del otro me concierne sin que
la responsabilidad-respecto-de-otro que ordena me permita remontarme hasta la
presencia temática de un ente que sería la causa o la fuente de tal orden. No se
trata aquí, en efecto, de recibir una orden percibiéndola primero y
obedeciéndola después mediante una decisión o un acto de voluntad. La sujeción a
la obediencia precede, en esa proximidad del rostro, a la comprensión de la
orden” (Levinas, 2001, 181). Esto significa que el ser humano es alguien
que desde el nacimiento hasta su muerte, lo quiera o no, está constreñido a
“actuar” en relación con los otros (Duch y Mèlich,
2004).
Pero la
responsabilidad de la que aquí hablamos no se limita a “dar cuenta” de aquello
que hacemos u omitimos porque alguien nos lo demanda en una relación
estrictamente ética. Comprende, además, el ámbito del cuidado, de la atención y
solicitud hacia la vulnerabilidad del otro. Manen (1998, 151) lo expresa de este
modo: “El hecho fascinante es que la posibilidad que tengo de experimentar la
alteridad (responsabilidad) del otro reside en mi experiencia de su
vulnerabilidad. Es justo cuando yo veo que el otro es una persona que puede ser
herida, dañada, que puede sufrir, angustiarse, ser débil, lamentarse o
desesperarse, cuando puedo abrirme al ser esencial del otro. La vulnerabilidad
del otro es el punto débil en el blindaje del mundo centralizado en mí mismo”.
Esta moral de la atención y cuidado (care) hacia el otro se traduce en el
desarrollo de la empatía como “capacidad del hombre de imaginar el dolor y la
degradación causados a otro como si lo fueran a sí (mismo)” (Hoffman, 2002,
249), y facilita: a) ponerse en el lugar del otro, comprenderlo y reconocerlo;
b) el desarrollo de la conciencia de pertenencia a una comunidad frente a la
cual se tienen unas obligaciones que no se pueden eludir sin producir un daño a
los demás; c) el desarrollo de la capacidad de escucha, acogida y atención al
otro como condición primera de una relación moral o responsable con los demás;
d) la capacidad de analizar críticamente la realidad del entorno desde
parámetros que respondan a la dignidad de la persona. Ser responsable es poder
responder del otro, cuidar y atender al otro. Y esto también se aprende
en la familia. No es, por tanto, una educación moralizante que empieza y acaba
en un elenco interminable de consejos, bastante ineficaces, para orientar la
vida de los hijos. Más bien es una propuesta y “exposición” de modelos de cómo
responder a las demandas de los demás. Si algo identifica al ser humano es su
capacidad de responder de sus actos. Potenciar la responsabilidad en los
educandos es profundizar en su humanización. Es, en una palabra,
educar.
3. 3. Clima de
diálogo
La comunicación se ha entendido, no pocas veces, como un intento de
persuadir y convencer al otro de “mi verdad”, como un acto de imposición y
dominio. La comunicación humana, y más propiamente el diálogo, supone y exige la
voluntad en los interlocutores de aceptar la parte de verdad del otro y el
reconocimiento de la provisionalidad o precariedad de la propia verdad (Ortega y
Mínguez, 2001). La comunicación humana no se nutre ni agota en contenidos
exclusiva ni principalmente “intelectuales”, mucho menos en el ámbito familiar.
Más allá de las ideas, creencias y opiniones en la comunicación humana se
comunica el sujeto concreto en todo lo que es y a través de todo lo que es. Y no
sólo nos comunicamos a través de la palabra o la escritura. También lo hacemos
con los gestos, el silencio, las emociones, la expresión del rostro, etc. El ser
humano encuentra modos inimaginables para expresar lo que piensa y siente.
Aprender a comunicarse, a ver el punto de vista del otro, a comprender y aceptar
que el otro también tiene derecho a “decir su palabra”; reconocer que no existe
ser humano al que se le pueda negar la palabra, y que ejercer de humanos supone
el ejercicio de la palabra creadora de vida, exige revisar un conjunto de
prácticas encaminadas a imponer la “autoridad” de los mayores.
El diálogo no es “decir cosas”, es encontrarse con el otro a quien
se hace entrega de “mi verdad” como experiencia de vida. Y más que discurso, el
diálogo es confianza, acogida y escucha. Nadie se comunica con otro en el
diálogo, o deposita en él “su” experiencia personal de vida, si el otro no es
merecedor de su confianza. El diálogo es, además, donación y entrega gratuita.
En el diálogo no se da nunca una relación de poder que genere sumisión en uno de
los interlocutores; se establece más bien una relación ética que hace del
reconocimiento del otro una cuestión irrenunciable. El lenguaje del diálogo “es
el lenguaje del recibimiento del otro en la casa... que es propia. El que viene
de fuera (el extranjero, el otro) puede o no ser recibido allí donde va. Pero si
es recibido, este recibimiento es un recibimiento hospitalario” (Bárcena y
Mèlich, 2000, 159). Quizás sea esta la necesidad más sentida en nuestra sociedad
y especialmente en nuestros adolescentes y jóvenes. Nuestra sociedad de la
hipercomunicación, paradójicamente, se ha convertido en la sociedad de la
incomunicación. Padecemos una crisis de “transmisiones”. No hemos encontrado
todavía los modos adecuados que nos permitan transmitir a las jóvenes
generaciones las claves de interpretación de los acontecimientos que han
configurado nuestra historia personal y colectiva. Esta fractura generacional y
social produce desconcierto y orfandad. “Lo que ahora mismo se necesita con
urgencia, escribe Duch (1997, 63), es una adecuada praxis transmisora que nos
proporcione las palabras y expresiones convenientes para que el diálogo pueda
convertirse en una realidad palpable, y no en una mera declaración verbal de
“buenas intenciones”. En la sociedad premoderna, las transmisiones hechas desde
y en las estructuras de acogida resultaban más eficaces y menos problemáticas.
En la modernidad, sin embargo, la contingencia y la provisionalidad se
convierten en una categoría fundamental para explicar la nueva situación del
hombre en el mundo. Éste ha de “habérselas” en un medio de innumerables dudas,
fugacidades e inconsistencias (Duch, 2001). Por otra parte, la
sobreaceleración del tiempo es un elemento añadido que ha influido
decisivamente en la sociedad actual. Puede afirmarse que la actual preeminencia
del presente en la experiencia de la secuencia temporal de los individuos y de
las colectividades va unida a la aceleración creciente e imparable del curso del
tiempo, del tempo vital. Este hecho tiene unas enormes repercusiones en
la experiencia ética, en la adopción de unos determinados valores, en la
configuración de la conciencia moral de las personas y en las respuestas de los
individuos y de los grupos humanos en la vida de cada día. La velocidad con la
que actualmente aparecen y desaparecen las innovaciones no tiene paralelismo en
la historia pasada de las culturas. Esta sobreaceleración del tiempo debería
obligar a los individuos a tomar una posición moral con la misma velocidad con
la que irrumpen las innovaciones en nuestra sociedad. Pero curiosamente
acostumbra a producir, de un lado, un “hipermercado de valores” provisionales,
frágiles y en competición; de otro, sujetos humanos con una identidad
exclusivamente instantánea, es decir, sin referencias a la anticipación y al
recuerdo, a la tradición y a la utopía. Se trata, por tanto, de sujetos humanos
descolocados respecto de su propia trayectoria vital, bloqueados y enajenados
respecto de sí y de los demás (Duch, 2002). En esta situación de “emergencia” la
familia podría convertirse en el último reducto de “seguridad y confianza”, de
anclaje en el presente y espacio de interpretación del pasado, donde el
individuo puede comunicarse, expresarse y vivir experiencias, aunque sean
contradictorias, de valores y antivalores.
En la sociedad postmoderna no sólo es difícil encontrar espacios y
momentos para el diálogo en la familia sino, además, de qué dialogar,
cuando las experiencias de vida de los hijos, instantáneas y fugaces, distan
mucho en el tiempo de las vividas por los padres. Si el diálogo es comunicación,
y no sólo discurso, de la experiencia vital de los interlocutores, éste debe
necesariamente estar centrado en las experiencias vividas por todos los miembros
de la familia. Si decimos que las narraciones constituyen recursos poderosos
para la educación en valores, entonces la vida de los padres, hecha narración,
constituye el mejor instrumento para la educación de los hijos. Conocer al padre
y a la madre en sus dudas, fracasos y aciertos, en su trayectoria vital, cómo
han superado las dificultades y cómo las afrontan ahora es un contenido
ineludible del diálogo entre padres e hijos. “Nuestras “historias” constituyen
el resumen vital y narrativo de las sucesivas asociaciones de espacio y tiempo
que hilvanan el tejido de toda existencia humana” (Duch, 2001, 3). Es verdad que
se corre el riesgo de enfrentarnos a experiencias positivas y negativas. Pero se
habrá ganado en realismo, acercando el “personaje” de los padres a la vida real
de los hijos. Sólo si el modelo aparece como humano, cercano a nosotros, aquél
es imitable. La propuesta artificial, descontextualizada de los valores, por el
contrario, difícilmente supera el ámbito del concepto, y es del todo
insuficiente para mover al sujeto a su apropiación (Ortega y Mínguez, 2001). El
diálogo debe estar centrado, además, en la vida actual de los hijos: en sus
dudas, frustraciones, éxitos, aspiraciones; en las experiencias de sus vidas. Y
entonces el diálogo con los hijos se hace acompañamiento, dirección, protección
y cuidado, que se traduce en una actitud de escucha, no en un discurso retórico
y disciplinar, que además de estéril puede resultar contraproducente.
El diálogo no se debe desnaturalizar hasta el punto de convertirlo
en una herramienta ni pretexto para hablar de los hijos. Por el
contrario, es un momento de encuentro entre todos que adopta formas
diversas y en tiempos distintos. Nada más contraproducente que “formalizar” o
institucionalizar el diálogo. A veces el diálogo se convierte en sola presencia,
compañía, cercanía. Puede ser suficiente para los hijos saber (experimentar) la
presencia física de los padres, que están ahí, cerca. Y que un gesto, una
caricia, una sola palabra basta para comunicar y expresar todo el apoyo y la
comprensión que se espera, pero también la desaprobación de aquello que se
considera incorrecto. El diálogo es también una actitud de
disponibilidad. Estar dispuesto a escuchar, a acoger sin
contraprestaciones, a “perder el tiempo” en la confianza de encontrar en el otro
la ayuda y la comprensión en la búsqueda de “mi” camino. El itinerario obligado
en el aprendizaje de los valores, hemos dicho, es la identificación con un
modelo, es la experiencia del valor. La familia educa a través de todo
aquello que día a día, en un clima de afecto, va haciendo aun en medio de
continuas contradicciones. Para los hijos, éstas no son obstáculos insalvables
en la apropiación o aprendizaje del valor porque tienen a su alcance la
posibilidad de contrastar una experiencia negativa (antivalor) con la
trayectoria de vida de sus padres en la que se ensamblan valores y
antivalores.
Y ¿qué enseñar?
Decíamos antes que los padres deben crear las condiciones “ambientales” para la
apropiación o aprendizaje de los valores. Nos resistíamos, por tanto, a hacer
una propuesta concreta de aprendizaje de valores. Cabe, eso sí, la oferta, desde
la experiencia, de aquellos valores que se consideran básicos para la formación
de la persona moral y la construcción de una sociedad justa y solidaria. Se
trata, al menos, de aquellos valores personal y socialmente indispensables,
compartidos y exigibles en una sociedad democrática. Deberíamos incidir en la
necesidad de crear un ambiente familiar que haga posible la acogida y el
reconocimiento y paliar, en lo posible, la fractura de la confianza que
caracteriza a la sociedad actual. Donde no hay confianza los procesos de
transmisión se tornan irrelevantes, superfluos, generan actitudes de
indiferencia y crean desorientación. Por el contrario, un clima de confianza
reduce la complejidad que se origina en la convivencia humana y favorece la
búsqueda de “sentido”, o lo que es lo mismo, la confianza ejerce las funciones
de praxis de dominación de la contingencia y la provisionalidad (Duch, 2001).
Además de crear las condiciones “ambientales” que permitan crecer y ejercer de
humanos a los hijos, a estos se les debería enseñar a “reflexionar sobre
nosotros mismos, sobre las cosas, sobre nuestra condición en el mundo, sobre el
ser de los demás... (a) tomar distancias respecto a lo que nos rodea y lo que
constituye nuestro propio ser, mirarse uno mismo como si se fuese otro... (a
preguntarnos) quiénes somos, por qué hay algo y no la nada...(Crespi, 1996,
54-55). Es decir, ayudarles a aprender a existir, aunque este aprendizaje
nunca puede considerarse concluido. Si el ser humano, por imperativo cognitivo,
desea entender el mundo, la familia constituye la puerta de acceso al
conocimiento de un mundo humano a través de procesos de delimitación y
definición del yo, de los otros, de la naturaleza, del tiempo y del espacio.
Cómo son las cosas y las personas, cómo sentir, buscar y admirar, qué debo
hacer, dónde estoy son aprendizajes que tienen su raíz profunda en el ámbito de
la familia. “Es un conocimiento que surge tanto de la cabeza como del corazón”
(Manen, 2003, 16). Estas preguntas y la ayuda a responderlas constituyen el
contenido de la enseñanza de los padres a los hijos.
Al comienzo de este
trabajo nos hacíamos una pregunta: ¿Crisis en la familia? La respuesta no puede
darse al margen de la observación atenta de la nueva realidad social. Los
modelos de familia siempre van a estar sometidos a cambios, ligados a las
sucesivas transformaciones sociales y culturales. La familia no es un receptor
pasivo de los cambios sociales, ni un elemento inmutable de un mundo en
constante transformación (Gracia y Musitu, 2000), por lo que siempre se podrá
hablar, con mayor o menor fortuna, de “crisis” en la familia. Se sucederán los
modelos, pero “para el cultivo inteligente y afectivo de la personalidad
infantil, para la espontaneidad en el trato interpersonal, la expresión de
sentimientos, la intimidad y el altruismo, el más adecuado ambiente seguirá
siendo la familia” (Pastor, 2002, 192). No consideramos a la familia como una
institución construida, ni exclusiva ni principalmente, sobre la biología, el
derecho, la política o las costumbres más o menos consolidadas, sino sobre el
ejercicio de la responsabilidad, de la aceptación de responsabilidades
inherentes a cualquier tipo de respuesta ética, como espacio de acogida y
reconocimiento del ser humano. El llamado “contrato” familiar debería ser
siempre un “contrato ético”, “convivencial”, que debería poner de relieve el
cúmulo de relaciones, reciprocidades y tensiones que acompañan a la presencia
del ser humano en su mundo cotidiano. La experiencia personal y colectiva nos
dice que toda vida humana es más o menos inventada y vivida sin un guión previo.
Pero en esta “aventura” de la vida nadie está sólo. Desde nuestro nacimiento
somos acogidos en una tradición simbólico-cultural familiar que nos aporta todo
un conjunto de pautas de comportamiento y puntos de apoyo, de referentes que nos
permiten hacer frente a la contingencia, es decir, al conjunto de
interrogantes que no pueden responderse técnicamente, que permanecen
incontestables y opacos para los “expertos” de todos los tiempos (Duch y Mèlich,
2004). La familia hace posible, como dice Arendt (1996), el milagro del
nacimiento de una nueva criatura por la que el mundo deja de ser “el
mismo” para renovarse sin cesar.